A través de toda la historia, los líderes cristianos han sostenido
varios puntos de vista muy diferentes sobre el gobierno.
Algunos han negado que el gobierno pueda ser jamás verdaderamente
cristiano. Otros han considerado la monarquía como la forma "cristiana"
de gobierno. Aún otros han pensado que la democracia -o incluso la oligarquía-
era esa forma "cristiana" de gobierno.
Nuestra generación actual se encuentra tan presa del engaño satánico,
que la misma mención del concepto "gobierno cristiano" despierta ideas
de dictadura religiosa. Sin embargo esto es contrario a como son las cosas:
nuestro Dios es Dios de libertad, verdad y justicia (Juan 8:31,32; Salmo
89:14). Por consiguiente, el gobierno acorde a la voluntad de Dios es uno
que sirve al pueblo, pero no dandole aquello que ha quitado a otros (como
hacen los "bienhechores" políticos: Lucas 22:25), sino protegiendo las
vidas y propiedades de los ciudadanos, a fin de que todos puedan ser libres,
y vivir vidas tranquilas y pacíficas, en santidad y honestidad (1 Timoteo
2:2; 1 Pedro 2:14; Romanos 13:3,4).
Uno de los engaños de nuestros tiempos es la idea de que la
moralidad debería estar separada del gobierno. La gente se imagina que
la libertad puede ser preservada sólo por un gobierno moralmente neutral.
Pero, ¿qué son la tiranía y la esclavitud, sino males morales? ¿Y qué son
los gobiernos que tiranizan y esclavizan a las personas, sino gobiernos
inmorales?
La verdadera libertad, el tipo de libertad que procede de Dios,
no es una libertad de la moralidad, sino basada en ella. Un gobierno realmente
libre es fundado sobre la ley moral de Dios. Y un gobierno cristiano es
el que oficialmente reconoce la divinidad y señorío de Jesucristo, requiere
que todas las leyes estén de acuerdo con Su ley moral tal como se resume
en los Diez Mandamientos, y requiere que todos obedezcan las leyes, incluso
los gobernantes (Filipenses 2:10; Romanos 13:l, Daniel 4:25).
Dios quiso que los preceptos morales expuestos en los Diez
Mandamientos fuesen la base de la ley política (Éxodo 21).
Toda ley que cualquier gobierno hace refleja un cierto patrón o
nivel de moralidad.
Por ejemplo, las leyes que permiten a las madres matar a sus hijos
no nacidos, refleja un determinado patrón o nivel de "moralidad"; por su
parte las leyes que les prohiben matarlos, refleja otro diferente patrón
de moralidad. Y el patrón establecido en los Diez Mandamientos es el que
Dios quiere que sigan los gobiernos. La Palabra de Dios nos dice llanamente
que toda alma debe someterse a Su autoridad, lo cual incluye el alma de
todo gobernante (está sujeta a poderes superiores, Romanos 13:1) porque
no hay autoridad aparte de la voluntad de Dios. Cada gobierno, y cada ley
hecha por los gobiernos, debería conformarse a la pauta de moralidad de
Dios, resumida en los Diez Mandamientos.
Si algunas personas ven el gobierno cristiano como tiranía
antes que como libertad, es porque en el pasado, clérigos mal orientados
han tratado de usar la fuerza del Estado para imponer sobre todos los demás
su propia etiqueta de "rectitud" o su propia teología.
Sin embargo, este abuso del poder político es claramente contrario
a la Palabra de Dios. Dios no ha dado a los gobernantes su autoridad para
regular a los buenos ciudadanos, sino para penalizar a los criminales (Romanos
13:3,4; 1 Pedro 2:14; 2 Corintios 10:4; 1 Timoteo 1:9; 1 Samuel 8:10:22).
La moralidad no es para ser usada por los gobiernos como excusa
para ser inmorales (esto es, opresivos), sino para reprimir a los gobernantes,
a fin de que ellos se abstengan de cometer esos mismos crímenes que Dios
quiso que penalizasen.
A lo largo de toda la Biblia, desde el asesinato de Urías por David,
hasta el de los infantes por Herodes, Dios registra todos los comportamientos
criminales de los gobernantes. Y de tales lecciones de historia, debemos
aprender la importancia de hacer que los gobernantes se sujeten a la ley
moral de Dios. El sistema mismo de gobierno debería estar constituido de
manera que cada gobernante que cometa esos crímenes, sea juzgado y penalizado
por sus delitos.
El sistema anglo-americano de gobierno libre empezó cuando
el rey Juan fue obligado a someterse a la ley establecida en la "Carta
Magna", o Carta Grande. Al hacer de la ley establecida en ella una autoridad
superior al rey -a la cual estaba obligado a someterse-, la Carta cambió
la autoridad máxima del gobierno inglés del rey a la ley, y a Dios, cuya
autoridad se manifiesta en esa ley.
Empero, una vez firmada la Carta Magna, había sólo un elemento que
podía evitar que el rey simplemente la ignorase: el poder de la nobleza.
Cuando el rey Juan murió, los barones asumieron el control del gobierno,
e hicieron que Enrique III -hijo de Juan- confirmase la Carta. Y mientras
la lucha de poder entre el rey y los barones continuó por algún tiempo,
fue esta división del poder lo que hizo posible obligar al cumplimiento
de las provisiones en ella establecidas. Con el tiempo, el poder del gobierno
inglés estuvo dividido entre el rey, la nobleza (Cámara de los Lores),
y el pueblo (Cámara de los Comunes).
Con los siglos se expandieron las leyes que reprimían a los
gobernantes de los abusos de su poder.
Dos importantes salvaguardas agregadas al cuerpo del derecho inglés
fueron la "Petición de Derechos", de 1628 (Petition of Right); y la "Carta
de Derechos" de los ingleses, de 1689 (Bill of Rights). Ambas ofrecieron
seguridad contra la tiranía, definiendo los derechos de la gente. Pero
como pasó con la Carta Magna, fueron documentos hechos exigibles sólo por
la división de poder en el gobierno.
Y por esta división del poder en el gobierno inglés, erramos al
pensarlo como una monarquía. Cierto que el rey es un monarca, pero la Cámara
de los Lores constituye una oligarquía o aristocracia (gobierno de pocos),
mientras la Cámara de los Comunes constituye una democracia. Esta forma
mixta de gobierno, donde es la ley la que tiene la supremacía, es mejor
descrita como república que como monarquía. La palabra "república" se originó
precisamente en la forma mixta que existió en la Roma antigua, anteriormente
al ascenso de los Césares.
Los hombres que fundaron la república estadounidense entendieron la importancia tanto de limitar como de dividir los poderes del gobierno. Por consiguiente los separaron, en una rama ejecutiva, que exige el cumplimiento de la ley; otra legislativa, que la hace; y otra judicial, que la interpreta. (Véase Isaías 33:22). El Presidente, originalmente escogido sólo por ciertos electores (como lo fueron algunos reyes) estaba para controlar al ejército, y así se correspondía con el rey en el gobierno inglés. Los Senadores, originalmente nombrados por los gobiernos de los estados, constituían la oligarquía o aristocracia (gobierno de pocos), y se correspondían con la Cámara de los Lores en el gobierno inglés, mientras que la Cámara de Representantes se correspondía con la de los Comunes.
Con los años ha habido una tendencia en EE.UU. a cambiar nuestro
sistema de gobierno, de la forma mixta a la democracia pura.
Para todos los efectos y fines nuestro Presidente ya no es más elegido
por electores sino por el voto popular. De igual forma, los senadores son
ahora elegidos por sufragio popular. Pero las democracias puras han sido
históricamente inestables y sus gobiernos opresivos, por ello debemos ver
esta tendencia a la democracia pura como una amenaza a nuesra libertad.
¡Pienselo un momento! ¿Qué tipo de resguardo puede ofrecerle
a la libertad una democracia, cuando la ley no pone limitación o restricción
alguna sobre los hombres a quienes el pueblo elige? Un hombre elegido así
sería un dictador. Estaría libre para hacer cualquier cosa que le plazca.
Hitler, elegido por una democracia, es un ejemplo primario de esto. Latinoamérica
está llena de dictaduras democráticas inestables. Y fue la regla de la
mayoría la que sentenció a Jesús a morir en la cruz.
Además, supongamos que un gobierno democrático tuviese leyes limitantes
del poder de quienes fuesen electos. ¿Qué buen efecto podrían tener esas
leyes si no hubiese real división en el poder? ¿Quién haría entonces obligatorio
su cumplimiento?
La infatuación de nuestra sociedad con la democracia es totalmente
irracional. Y arranca de la ingenua y tonta creencia de que todos los hombres
son intrínsecamente buenos. Hasta la gente que profesa creer semejante
sinsentido, tiene suficiente sentido como para dormir de noche con la puerta
bajo llave: es autoevidente que los ladrones deben ser reprimidos de meterse
en nuestras casas. Y así también debería ser autoevidente que los gobernantes
deben ser reprimidos por ley de cometer sus crímenes. Si los gobernantes
no fuesen reprimidos, la tiranía y la opresión se seguirían de ello, tan
seguro como que la noche sigue al día. Por esta misma razón las Naciones
Unidas están condenadas a fracasar (Salmo 127:1; Jeremías 17:9).
En un gobierno puramente democrático, la gente es proclive a ver
los Diez Mandamientos como algo no superior a la opinión mayoritaria. Y
todos quienes no quieren someterse a los Diez Mandamientos trabajan para
moldear la opinión pública, socavando así el verdadero fundamento de la
libertad.
El derecho común inglés ("Common Law") -especialmente tal como
lo explica Blackstone en sus comentarios sobre las leyes de Inglaterra
("Commentaries On The Laws Of England")-, fue la base para el sistema jurídico
estadounidense; y a su vez se funda en general sobre los principios bíblicos.
Por ejemplo el rey Alfredo incluyó los Diez Mandamientos -y asimismo otros
extractos de la propia ley mosaica- en su código legal. Las leyes comerciales
judías -tal como fueron codificadas por el rabino Moisés Ben Maimón-, formaron
la base del derecho comercial inglés.
Los hombres que fundaron nuestro gobierno en EE.UU. trataban de
preservar ese sistema jurídico bíblico, no de derrocarlo. La Guerra de
la Independencia de los EE.UU. no fue una revolución, bajo ningún tipo
de esfuerzo imaginativo: no fue una guerra de revolucionarios tratando
de subvertir el gobierno existente. Mas bien fue una guerra de gobiernos
coloniales debida y legítimamente constituidos, con el propósito de defender
la forma de gobierno existente, con sus correspondientes garantías de derechos
individuales, entre las cuales se cuenta la de que no hay impuesto sin
representación.
Nota del traductor:
También en español puede consultar:
"Principios bíblicos para gobernar a las naciones", por Stephen McDowell
y Mark Beliles.
"¿Y qué si Jesús no hubiera nacido?", por James Kennedy y Jerry
Newcombe.
"La era del engaño", por John Hagee.
"Las raíces del capitalismo", por John Chamberlain.