Debido a que Dios está presente en todas partes, el Espíritu
Santo siempre ha estado presente sobre la tierra.
La Biblia conecta mayormente el comienzo de su obra con el día de
Pentecostés, pero debido a que el Espíritu Santo no está ligado al tiempo,
ha estado obrando siempre.
Fue el Espíritu Santo quien se movió sobre la superficie de las
aguas en el día primero de la creación (Génesis 1:2). Fue el Espíritu Santo
Quien mantuvo viva la religión verdadera durante los siglos anteriores
al advenimiento de Cristo. Fue el Espíritu Santo Quien trajo a existencia
a la nación de Israel, e inspiró la Sagrada Escritura. Y fue el Espíritu
Santo Quien inhabitó en David, y en todos los demás que entendieron el
camino de salvación antes del tiempo de Cristo (2 Pedro 1:21; Proverbios
1:23; Juan 7:39; Salmo 51:11; Números 11:26-29; Lucas 2:26-27 y 1:35,41,67;
Salmo 139:7-10; Juan 16:7). Lo que comenzó el día de Pentecostés fue una
campaña espiritual: el mundo iba a ser traído a la fe, y no por la violencia
y la crueldad, sino por el testimonio de Jesucristo (Juan 6:44; 12:32 y
16:7; Lucas 17:21; 2 Corintios 10:4-5; Efesios 6:12; Romanos 1:16-17; Juan
14:16-18).
La ley no puede hacernos rectos, por tanto nunca pretendió hacernos rectos. El propósito de la ley, es condenar y exponer nuestro pecado, convenciendonos de nuestra necesidad de la misericordia de Dios. Es a través del perdón, y no de las obras, que somos hechos rectos delante de Dios. Cristo murió a fin de obtener ese perdón para nosotros; y tenemos acceso al sacrificio de Cristo a través de la fe sola, no de las obras de la ley (Romanos 3:20, 28; Gálatas 3:21; Juan 1:29; Hechos 4:12; 1 Corintios 11:31 y 12:3; Romanos 5:1-2, Gálatas 2:16 3:8 y 5:4; Efesios 2:8-9) [A quienes deseen conocer más sobre la rectitud que tenemos en Cristo, les recomiendo el "Comentario sobre Gálatas" de Martín Lutero. Tanto John Bunyan como Charles Wesley llegaron a la fe a través de la lectura de este comentario.]
Nuestra confianza en lo que la Biblia dice es un don de Dios, no
un supuesto; y es el Espíritu Santo Quien nos convence de que Su Palabra
es verdadera, así como Quien emplea esta Palabra para llevarnos al arrepentimiento
y a la fe en Cristo (Juan 10:26).
Debido a que la Biblia es la Palabra de Dios, son de rechazar todas
las opiniones y pensamientos que la contradigan, comenzando por los nuestros
propios (Isaías 8:20, Romanos 3:4). Una disposición a juzgarnos a nosotros
mismos es importante, porque nuestra mente carnal puede fácilmente engañarnos
(Jeremías 17:9). Todos quienes explican la Biblia más allá de lo que dice
explícitamente, antes que rendir sus propios pensamientos, están en rebelión
contra Dios (Salmo 107:11; 1 Samuel 15:23; Romanos 12:2, 2 Corintios 10:5;
Proverbios 3:5).
La doctrina verdadera consiste de aquellas verdades que son explícitamente
expuestas en la Palabra de Dios, y el significado entendido para todas
esas exposiciones es el natural y gramatical (literal) de las palabras.
Por tanto, a fin de aprender lo que la Biblia dice o no dice sobre cualquier
tópico, debemos considerar todo lo que explícitamente está dicho sobre
el mismo, independientemente del Testamento en que se encuentre: ninguna
declaración debe entenderse de un modo contradictorio con lo que la Biblia
dice en otra parte, ni explicarse más allá.
De igual modo, debe tenerse cuidado de no leer ideas no escriturales
en las palabras de la Escritura. Deberíamos conformar nuestro pensamiento
a la Palabra de Dios. El verdadero don espiritual de la iluminación no
añade nada a lo que la Biblia dice, sino que emplea sus declaraciones explícitas
para ilustrar nuestro corazón oscurecido por el pecado (Juan 8:31; Isaías
8:20; 2 Pedro 1:20; Jeremías 23:26; Proverbios 30:6; 2 Corintios 10:5;
Romanos 12:2; Efesios 1:16-19; 1 Juan 2:27; Lucas 24:45; Job 32:8; Apocalipsis
22:18-19; 2 Corintios 1:13 y 3:12).
Al requerir bautismo, Cristo pide a todos quienes llegan a
Él que humildemente vengan como pecadores, buscando perdón. El bautismo
apunta a las personas a Cristo como la fuente del perdón, asegurando a
todos quienes vienen, que cuando ellos se volvieron a Cristo, Él les lavó
de sus pecados.
Por el bautismo, todos quienes vienen son puestos bajo el cuidado
espiritual de una congregación. Después del bautismo, el Espíritu Santo
obra entonces a través del ministerio de la Palabra, para recordarnos regularmente
de nuestros pecados, renovando nuestro arrepentimiento original, mientras
apuntamos nuevamente a Cristo como la fuente de todo perdón (Hechos 2:38
y 22:16; Marcos 1:4,8; 1 Corintios 11:27-32).
Todo aquel a quien Dios ha reconciliado consigo por Jesucristo,
ha sido llamado por Dios al ministerio de la reconciliación (Gálatas 5:8,
2; Corintios 5:18).
Como ministros de Dios, todos somos miembros de un sacerdocio santo
(1 Pedro 2:5,9), que es una extensión del de Cristo, Quien es nuestro Sumo
Sacerdote (Hebreos 4:15 y 8:1). Debido a que Él ya hizo el sacrificio por
el pecado (Hebreos 9:28), nuestra tarea no es ofrecer sacrificios, sino
aplicar los beneficios del Suyo. Así como Cristo nos limpia a nosotros
de pecado por Su muerte en la cruz, así nosotros lavamos a la gente de
pecado al llevarlas a Cristo (1 Juan 1:7-9; Juan 20:21-23). Nuestra tarea
es llamar al mundo al arrepentimiento, y a la fe en Cristo (Mateo 28:19;
Romanos 10:17). Nos encargamos de ese trabajo a través de la congregación
local (Lucas 24:47; 2 Corintios 5:18-19). Cada creyente tiene una responsabilidad
dada por Dios, sea de encontrar una congregación donde se enseñe el evangelio,
o bien de comenzar una.
A efectos del encargo del trabajo del ministerio, el Espíritu Santo
pone a aquellos quienes creen bajo el cuidado espiritual de una congregación
local (Hebreos 10:25).
Tal congregación tiene una responsabilidad dada por Dios, para nutrir
a aquellos bajo su cuidado, y para disciplinar a cualquiera que caiga en
abierto pecado. La más alta autoridad en tales congregaciones es la Palabra
de Dios, y la autoridad de la Palabra descansa en cada creyente. La Palabra
de Dios autoriza a los creyentes a estudiar la Biblia, a dirigirse directamente
a Dios en oración, a juzgar lo que se enseña, a condenar la falsa doctrina,
a proclamar el evangelio, a interceder por otros, a encargarse de la disciplina
de la iglesia, y cuando es necesario, a bautizar y administrar la Cena
del Señor (1 Juan 2:27; 1 Corintios 10:15; Marcos 16:15; Gálatas 1:6-9;
Mateo 18:15-18; Juan 16:22-27; 1 Juan 5:15-17).
La Palabra de Dios también autoriza a los creyentes a llamar
a ciertos hombres, que satisfacen ciertas calificaciones escriturales,
a encargarse del trabajo del ministerio en nombre de la congregación (1
Timoteo 2:11-12 y 3:1-14).
Debido a que la Palabra de Dios autoriza a los creyentes a llamar
a esos hombres, puede decirse que son "llamados por Dios". Sin embargo,
ese llamado no dota a tales hombres con autoridad alguna por encima de
la que descansa en cada creyente; más bien se trata de un llamado a servir.
Y el respeto que se concede a esos hombres es dado voluntariamente, no
algo demandado por su posición en la congregación. El ministro sirve a
la congregación en ejercicio de una capacidad oficial, para el mismo ministerio
que cada creyente es libre de ejercer en su capacidad no oficial (Mateo
23:8-12; 1 Pedro 5:3). Y debido a que Dios no ha autorizado a ninguna congregación
a llamar alguna mujer como pastor, ninguna mujer pastor está llamada por
Dios (1 Corintios 14:34,37; 1 Timoteo 2:11-12).
En el tiempo de Cristo, los pastores de una congregación eran hombres elegidos de entre su membrecía, que en muchos casos servían sin paga. La congregación bajo el liderazgo de tales hombres usualmente contratarían a un maestro (Rabbi), una de cuyas obligaciones sería conducir el servicio de adoración del Sábado. La práctica judía de la ordenación se ejerció en la iglesia cristiana, y es mencionada en el Nuevo Testamento; sin embargo no es requerida por Dios, y no hay promesas divinas conectadas con ella.
La disciplina de la iglesia es parte importante de la responsabilidad de la congregación; y su propósito es reprender a los no arrepentidos, no hacer que la gente se someta a autoridad humana. Aquellos que claramente transgreden la autoridad de Dios sin arrepentimiento, han de ser entregados a Satanás. Ésto debería ser un terror para todos quienes deseen escapar del infierno, porque Dios ha dicho que cuando ello se haga, y de acuerdo con Su Palabra, Él estará detrás: quienes son atados en la tierra serán atados en el cielo (Juan 20:22-23; 1 Corintios 5:1-5&11; 2 Corintios 2:6-7; Tito 3:10; 1 Corintios 14:40; Mateo 16:19; 1 Corintios 11:27-31; Gálatas 1:6-9). Una persona bajo disciplina en una congregación no debería ser aceptada en otra hasta que el problema haya sido tratado, y haya resultado arrepentimiento.
Para entender cómo la Cena del Señor se relaciona con esta
expiación, y por qué es llamada una "comunión", considere cuidadosamente
las palabras que Cristo empleó cuando instituyó esta cena (Lucas 22:19-20;
Marcos 14:20-24; Mateo 26:26-28, 1 Corintios 11:24-25). Él dijo: "Éste
es Mi cuerpo, que es dado por ustedes ... este cáliz es el nuevo testamento
[evangelio] en Mi sangre, la cual es derramada por ustedes." Esta declaración
resume la misma esencia del evangelio: el hecho de que el cuerpo de Cristo
fue dado por nosotros, y Su sangre fue derramada por nosotros en remisión
de pecados (1 Corintios 15:1-4; 1 Juan 1:7; Juan 1:29; Efesios 1:7).
A fin de entender cómo el Espíritu Santo usa esas palabras de Cristo,
trate de visualizar una pobre mujer campesina, que está bajo la convicción
de sus pecados, y anhela su seguridad por la misericordia y perdón de Dios.
Ella no puede leer la Biblia por sí misma, su pastor no está predicando
el evangelio como debería; pero ella cree que en la Cena del Señor recibirá
el cuerpo y la sangre de Cristo para remisión de sus pecados (Mateo 26:28).
Creyendo esto, en tanto participa de la Cena del Señor ella cree que está
aceptando el propio cuerpo y sangre de Cristo para remisión de sus pecados;
y con ello está aceptando a Cristo como su Salvador. No hay diferencia
entre aceptar a Cristo para remisión de los pecados, y aceptar el cuerpo
y sangre de Cristo para remisión de los pecados. El perdón le llega a ella,
no por causa de la ceremonia, sino porque a través de la ceremonia ella
cree el evangelio. El evangelio contenido en las palabras de Cristo: "Mi
cuerpo ... es dado por ustedes ... Mi sangre es derramada por ustedes"
(Lucas 22:19-20). Cristo instituyó Su cena para transmitir y dar a entender
el mensaje del evangelio.
Pero nótese que cuando Cristo instituyó Su Cena, la ofreció privadamente para adultos creyentes, nunca para el público en general. Sólo aquellos que están arrepentidos por sus pecados, y buscando a Cristo por perdón, califican para participar. Los no creyentes, no bautizados, no arrepentidos, y los muy jóvenes como para examinarse a sí mismos, deberían ser excluidos.
La palabra "santificar" significa ser apartado o hecho santo.
Debido a que nuestras obras no pueden hacernos santos, la santificación
no tiene nada que ver con nuestros propios vanos esfuerzos para hacernos
rectos a nosotros mismos (Isaías 64:6; Romanos 3:20). El Espíritu Santo
nos santifica al llevarnos a la fe en Cristo (1 Corintios 12:3; Romanos
3:28). El perdón que tenemos en Cristo es lo que nos santifica a la vista
de Dios. Esa santificación celestial toma lugar en el instante en que nuestros
pecados son perdonados. Nada que pudieramos hacer jamás podría mejorar
la perfección que nos llega con el perdón de todo pecado.
La Biblia también habla de una santificación terrenal (1 Tesalonicenses
4:3-5), que sin embargo no es válida sin la celestial. La santificación
terrenal es simplemente el fruto o subproducto de la celestial. Es nuestro
comportamiento que mejora, en tanto nuestra conciencia es entrenada para
reconocer el pecado, y el amor de Cristo es derramado hacia el exterior
en nuestras vidas (Gálatas 5:16,22; Efesios 4:32).
Esta mejora en nuestra conducta no tiene nada que ver con guardar
una lista de cosas para "hacer" y "no hacer". De hecho, aquellos que tratan
de hacerse rectos ellos mismos a menudo retroceden, volviendose mezquinos
y de mal genio, contenciosos y legalistas. Jamás seremos libres de pecado
en esta vida. Cualquier mejora en nuestro comportamiento no será suficiente
para hacernos rectos delante de Dios. Por tanto, no podemos ganarnos nosotros
el favor o la bendición de Dios: es simplemente el fruto del verdadero
arrepentimiento y de la fe en Cristo (Romanos 8:29; Gálatas 5:18-25; Romanos
12:1-2; Juan 17:17; 2 Corintios 10:4-5; 1 Juan 1:8; 1 Corintios 15:50-54;
Romanos 15:16; Efesios 1:4; 1 Juan 5:2-3; Hebreos 10:10,14).
Debido a que el Espíritu Santo habita en nosotros, amamos lo
bueno y odiamos lo malo. Eso no significa que nuestra carne no nos tienta.
Sin embargo, una vez que tenemos por seguro que somos rectos a la vista
de Dios, ese conocimiento se convierte en una motivación para continuar
en rectitud. No hablo de guardar la ley, sino de caminar en una conciencia
limpia.
Cristo nos ha liberado de la ley; no por ello podemos ser incorrectos,
sino que podemos ser correctos aparte de la ley. Amamos ser limpios y libres
de condenación; por tanto, no queremos hacer nada que nos haga sucios.
Hacemos lo que en nuestro corazón sabemos que es recto y bueno (Job 27:5-6).
El pecado voluntario nos robaría la paz de la mente que viene con el conocimiento
de que nuestros pecados son perdonados. Hacer aquello que sabemos es malo,
nos haría sucios y aborrecibles. Incluso si nadie se enterase de que hemos
hecho algo malo, lo sabríamos nosotros y Dios; por ello nos sentiríamos
condenados y no limpios. Una conciencia sucia nos quitaría nuestro mayor
tesoro, la alegría y paz mental que nos llega con el saber que Dios no
ve falta en nosotros. Por esa razón no vale la pena hacer el mal.
Aún cuando la muerte de Cristo en la cruz tuvo lugar en un punto particular del tiempo, debido a que Dios no está limitado por el tiempo, la eficacia y efecto de ese sacrificio son los mismos siempre, como si se hubiese hecho antes de la creación del mundo (Apocalipsis 13:8). Como la eficacia del sacrificio de Cristo no está limitada por el tiempo, aquellos creyentes que vivieron y murieron con anterioridad, fueron justificados y salvados de la misma manera que nosotros lo somos. La única diferencia en los Pactos radica en las vestiduras externas, los ritos y rituales que Dios empleó para apuntar a la gente a Cristo. El propósito de las leyes y sacrificios del viejo pacto fue hacer al pueblo consciente de sus pecados, conduciendoles a buscar a Dios por misericordia (Romanos 3:10-21, Hebreos 10:3,10, Salmo 13:5). La gran ventaja que tenemos sobre quienes vivieron antes de Cristo, no está en cómo somos salvados, sino en la plenitud de la revelación de Dios.
Debido a que la eficacia del sacrificio de Cristo se extiende hacia atrás en el tiempo, el "Nuevo Pacto" o Pacto de Gracia es en realidad más antiguo que el "Viejo Pacto". A él se refiere Pablo cuando afirma respecto a ese "pacto, que fue confirmado previamente por Dios para con Cristo, la ley que vino hace cuatrocientos treinta años no puede abrogar ..." (Gálatas 3:17). Como el pacto de gracia existió antes de la ley, y no fue abrogado por ella, la salvación ha sido siempre por gracia. ¡Siempre es por gracia!